En las vacaciones de 189... emprendí una excursión
por la montaña, con el propósito de olvidar durante algún tiempo la Medicina , y especialmente
las neurosis, propósito que casi había conseguido un día que dejé el camino
real para subir a una cima, famosa tanto por el panorama que dominaba como por
la hostería en ella enclavada. Repuesto de la penosa ascensión por un apetitoso
refrigerio, me hallaba sumido en la contemplación de la encantadora lejanía,
cuando a mi espalda resonó la pregunta: «El señor es médico, ¿verdad?», que al
principio no creí fuera dirigida a mí: tan olvidado de mí mismo estaba. Mí
interlocutora era una muchacha de diecisiete o dieciocho años, la
misma que antes me había servido el almuerzo, por cierto con un marcado gesto
de mal humor, y a la que la hostelera había interpelado varias veces con el
nombre de Catalina. Por su aspecto y su traje no debía de ser una criada, sino
una hija o una pariente de la hostelera.
Arrancado así de mi
contemplación, contesté:
-Sí, soy médico. ¿Cómo
lo sabe usted?
-Lo he visto al
inscribirse en el registro de visitantes y he pensado que podría dedicarme unos
momentos. Estoy enferma de los nervios. El médico de L., al que fui a consultar
hace algún tiempo, me recetó varias cosas, pero no me han servido de nada.
De este modo me veía
obligado a penetrar de nuevo en los dominios de la neurosis, pues apenas cabía
suponer otro padecimiento en aquella robusta muchacha de rostro malhumorado.
Interesándome el hecho de que las neurosis florecieran también a dos mil metros
de altura, comencé a interrogarla, desarrollándose entre nosotros el siguiente
diálogo, que transcribo sin modificar la peculiar manera de expresarse de mí
interlocutora:
-Bien. Dígame usted:
¿qué es lo que siente?
-Me cuesta trabajo
respirar. No siempre. Pero a veces parece que me voy a ahogar.
No presenta esto, a
primera vista, un definido carácter nervioso; pero se me ocurrió en seguida que
podría constituir muy bien una descripción de un ataque de angustia, en la cual
hacía resaltar la sujeto, de entre el complejo de sensaciones angustiosas, la
de ahogo.
-Siéntese aquí y
cuénteme lo que le pasa cuando le dan esos ahogos.
-Me dan de repente.
Primero siento un peso en los ojos y en la frente. Me zumba la cabeza y me dan
unos mareos que parece que me voy a caer. Luego se me aprieta el pecho de
manera que casi no puedo respirar.
-¿Y no siente usted nada
en la garganta?
-Se me aprieta como si
me fuera a ahogar.
-Y en la cabeza, ¿nota
usted algo más de lo que me ha dicho? -Sí, me late como si fuera a saltárseme.
-Bien. ¿Y no siente
usted miedo al mismo tiempo?
-Creo siempre que voy a
morir. Y eso que de ordinario soy valiente. No me gusta bajar a la cueva de la
casa, que está muy oscura, ni andar sola por la montaña. Pero cuando me da eso
no me encuentro a gusto en ningún lado y se me figura que detrás de mí hay
alguien que me va a agarrar de repente. Así, pues, lo que la sujeto padecía
eran, en efecto, ataques de angustia, que se iniciaban con los signos del aura
histérica, o, mejor dicho, ataques de histeria con la angustia como contenido.
Pero ¿no contendrían también algo más?
-¿Piensa usted
algo (lo mismo siempre), o ve algo cuando le dan esos ataques?
-Sí; veo siempre una
cara muy horrorosa que me mira con ojos terribles. Esto es lo que más miedo me
da. Este detalle ofrecía, quizá, el camino para llegar rápidamente al nódulo de
la cuestión. -¿Y reconoce usted esa cara? Quiero decir qué si es una cara que
ha visto usted realmente alguna vez.
-No.
-¿Sabe usted por qué le
dan esos ataques?
-No.
-¿Cuándo le dió el
primero?
-Hace dos años, cuando
estaba aún con mi tía en la otra montaña. Hace año y medio nos trasladamos
aquí, pero me siguen dando los ahogos. Era, pues, necesario emprender un
análisis en toda regla. No atreviéndome a trasplantar la hipnosis a aquellas
alturas, pensé que quizá fuera posible llevar a cabo el análisis en un diálogo
corriente. Se trataba de adivinar con acierto. La angustia se me había revelado
muchas veces, tratándose de sujetos femeninos jóvenes, como una consecuencia de
horror que acomete a un espíritu virginal cuando surge por vez primera ante sus
ojos el mundo de la sexualidad . Con esta idea dije a la muchacha:
-Puesto que usted no lo sabe, voy a decirle de dónde creo yo que provienen sus
ataques. Hace dos años, poco antes de comenzar a padecerlos, debió usted de ver
u oír algo que la avergonzó mucho, algo que prefería usted no haber visto.
-¡Sí, por cierto!
Sorprendí a mi tío con una muchacha: con mi prima Francisca.
-¿Qué es lo que
pasó? ¿Quiere usted contármelo?
-A un médico se le puede
decir todo. Mí tío, el marido de esta tía mía a quien acaba usted de ver, tenía
entonces con ella una posada en X. Ahora están separados, y por culpa mía, pues
por mí se descubrieron sus relaciones con Francisca.
-¿Cómo las descubrió
usted?
-Voy a decírselo. Hace
dos años llegaron un día a la posada dos excursionistas y pidieron de comer. La
tía no estaba en casa, y ni mi tío niFrancisca, que era la que cocinaba,
aparecían por ninguna parte. Después de recorrer en su busca toda la casa con
mi primo Luisito, un niño aún, éste exclamó: «A lo mejor está la Francisca con
papá», y ambos nos echamosa reir, sin pensar nada malo. Pero al llegar ante el
cuarto del tío vimos que tenía echada la llave, cosa que ya me pareció singular.
Entonces mi primo me dijo: «En el pasillo hay una ventana por la que se puede
ver loque pasa en el cuarto.» Fuimos al pasillo, pero el pequeño no
quisoasomarse, diciendo que le daba miedo. Yo le dije entonces: «Eres un tonto.
A mí no me da miedo», y miré por la ventana, sin figurarme aún nada malo. La
habitación estaba muy oscura; pero, sin embargo, pude ver a Francisca tumbada
en la cama y a mi tío sobre ella.
-¿Y luego?
-En seguida me aparté de
la ventana y tuve que apoyarme en la pared, que me dio un ahogo como los que
desde entonces vengo padeciendo, se me cerraron los ojos y empezó a zumbarme y
latirme la cabeza como si fuera a rompérseme.
-¿Le dijo usted algo a
su tía aquel día mismo?
-No; no le dije nada.
-¿Por qué se asustó
usted tanto al ver a su tío con Francisca? ¿Comprendió usted lo que estaba
pasando, o se formó alguna idea de ello?
-¡Oh, no! Por entonces
no comprendí nada. No tenía más que dieciséis años, y ni me imaginaba siquiera
tales cosas. No sé, realmente, de qué me asusté.
-Si usted pudiera ahora
recordar todo lo que en aquellos momentos sucedió en usted, cómo le dió el
primer ataque y qué pensó durante él, quedaría curada de sus ahogos.
-¡Ojalá pudiera! Pero me
asusté tanto, que lo he olvidado todo. (Traduciendo esto al lenguaje de nuestra
«comunicación preliminar», diremos que el afecto crea por sí mismo el «estado
hipnoide», cuyos productos quedan excluidos del comercio asociativo con la
conciencia del yo.)
-Dígame usted: la cara
que ve cuando le da el ahogo, ¿es quizá la de Francisca, tal y como la vio al
sorprenderla?
-No; la cara que veo es
la de un hombre.
-¿Quizá la del tío?
-No. Al tío no pude
verle bien la cara por entonces, pues la habitación estaba muy oscura. Además,
me figuro que no tendría en aquel momento una expresión tan horrorosa.
-Tiene usted razón.
(Aquí parecía cerrarse de repente el camino por el que habíamos orientado el
análisis. Pero, pensando que una continuación del relato iniciado podía
ofrecerme alguna nueva salida, continué mi interrogatorio.)
-¿Qué pasó después?
-Mi tío y Francisca
debieron de oír algún ruido en el corredor, pues salieron en seguida. Yo seguí
sintiéndome mal y no podía dejar de pensar en lo que había visto. Dos días
después fue domingo y hubo mucho que hacer. Trabajé sin descanso mañana y
tarde, y el lunes volvió a darme el ahogo, vomité y tuve que meterme en la
cama. Tres días estuve así, vomitando a cada momento.
La sintomatología
histérica puede compararse a una escritura jeroglífica que hubiéramos llegado a
comprender después del descubrimiento de algunos documentos bilingües. En este
alfabeto, los vómitos significan repugnancia. Así, pues, dije a Catalina: -El
que tres días después tuviera usted vómitos repetidos me hace suponer qué, al
ver lo que pasaba en la habitación de su tía, sintió usted asco.
-Sí, debí de sentir asco
-me responde con expresión meditativa-. Pero ¿de qué?
-Quizá viera usted
desnuda alguna parte del cuerpo de los que estaban en el cuarto.
-No. Había poca luz para
poder ver algo. Además estaban vestidos. Por más que hago no puedo recordar qué
es lo que me dio asco. Tampoco yo podía saberlo. Pero la invité a continuar
relatándome lo que se le ocurriese, con la seguridad de que se le ocurriría
precisamente lo que me era preciso para el esclarecimiento del caso. Me relata,
pues, que como su tía notase en ella algo extraño y sospechase algún misterio,
la interrogó tan repetidamente, que hubo de comunicarle su descubrimiento. A
consecuencia de ello se desarrollaron entre los cónyuges violentas escenas, en
las cuales oyeron los niños cosas que más les hubiera valido continuar
ignorando, hasta que la tía decidió trasladarse, con sus hijos y Catalina, a la
casa que ahora ocupaban, dejando a su marido con Francisca, la cual comenzaba a
presentar señales de hallarse embarazada. Al llegar aquí, abandona la muchacha,
con gran sorpresa mía, el hilo de su relato y pasa a contarme dos series de
historias que se extienden hasta dos y tres años antes del suceso traumático.
La primera serie contiene escenas en las que el tío persiguió con fines
sexuales a mi interlocutora, cuando ésta tenía apenas catorce años. Así, un día
de invierno bajaron juntos al valle y pernoctaron en una posada. El tío
permaneció en el comedor hasta muy tarde, bebiendo y jugando a las cartas.
En cambio, ella se
retiró temprano a la habitación destinada a ambos en el primer piso. Cuando su
tío subió a la alcoba no había ella conciliado aún por completo el sueño y le
sintió entrar. Luego se quedó dormida, pero de repente se despertó y «sintió su
cuerpo junto a ella». Asustada se levantó y le reprochó aquella extraña
conducta: «¿Qué hace usted, tío? ¿Por qué no se queda usted en su cama?» El tío
intentó convencerla: «¡Calla, tonta ! No sabes tú lo bueno que es eso.» «No
quiero nada de usted, ni bueno ni malo. Ni siquiera puede una dormir
tranquila.» En esta actitud se mantuvo cerca de la puerta, dispuesta a huir de
la habitación, hasta que, cansado el tío, dejó de solicitarla y se quedó
dormido. Entonces se echó ella en la cama vacía y durmió, sin más sobresaltos,
hasta la mañana. De la forma en la que rechazó los ataques de su tío parecía
deducirse que no había reconocido claramente el carácter sexual de los mismos.
Interrogada sobre este extremo, manifestó, en efecto, que hasta mucho después
no había comprendido las verdaderas intenciones de su tío. De momento, se había
resistido únicamente porque le resultaba desagradable ver interrumpido su sueño
y «porque le parecía que aquello no estaba bien».
Transcribo
minuciosamente estos detalles porque poseen considerable importancia para la
comprensión del caso. A continuación me contó Catalina otros sucesos de épocas
posteriores, entre ellos una nueva agresión sexual de que la hizo objeto su tío
un día que se hallaba borracho. A mi pregunta de si en estas ocasiones notó
algo semejante a los ahogos que ahora la aquejan, responde con gran seguridad
que siempre sintió el peso en los ojos y la opresión que acompañan a sus
ataques actuales, pero nunca tan intensamente como cuando sorprendió a su tío
con Francisca. Terminada esta serie de recuerdos, comienza en seguida a
relatarme otra en la que trata de aquellas ocasiones en las cuales advirtió
algo entre Francisca y su tío. Una vez que toda la familia durmió en un pajar
se despertó ella al sentir un ruido y vio cómo su tío se separaba bruscamente
de Francisca. Otra vez, en la posada de N., dormía ella con su tío en una alcoba
y Francisca en otra inmediata. A medianoche se despertó y vio junto a la puerta
de comunicación entre ambas una figura blanca que se disponía a descorrer el
pestillo. «¿Es usted, tío? ¿Qué hace usted ahí, en la puerta?» «Cállate, estoy
buscando una cosa.» «La puerta que da al pasillo es la otra.» «Tienes razón, me
he equivocado», etcétera.
Al llegar aquí le
pregunto si todo esto no despertó en ella alguna sospecha. «No; por entonces no
sospeché nada. Me chocaban aquellas cosas, pero no pasaba de ahí.» «¿Sintió
usted también miedo en estas ocasiones?» Cree que sí, pero no puede afirmarlo
con tanta seguridad como antes. Agotadas estas dos series de reminiscencias,
guarda silencio la muchacha. Durante su relato ha ido experimentando una
curiosa transformación. En su rostro, antes entristecido y doliente, se pinta
ahora una expresión llena de vida. Sus ojos han recobrado el brillo juvenil y
se muestra animada y alegre. Entre tanto he llegado yo a la comprensión de su
caso. Los sucesos que últimamente me ha relatado, con un desorden aparente,
aclaran por completo su conducta en la escena del descubrimiento. Cuando ésta
tuvo efecto llevaba la sujeto en sí dos series de impresiones, que se habían
grabado en su memoria, sin que hubiera llegado a comprenderlas ni pudiera
utilizarlas para deducir conclusión alguna. A la vista de la pareja sorprendida
en la realización del coito, se estableció en el acto el enlace de la nueva
impresión con tales dos series de reminiscencias, comenzando en seguida a
comprenderlas y simultáneamente a defenderse contra ellas.
A esto siguió un corto
período de incubación, apareciendo luego los síntomas de la conversión, o sea,
los vómitos sustitutivos de la repugnancia moral y física. Quedaba, pues,
solucionado el enigma. Lo que había repugnado a la sujeto no había sido la
vista de la pareja, sino un recuerdo que la misma despertó en ella, recuerdo
que no podía ser sino el de aquella escena nocturna en la que «sintió el cuerpo
de su tío junto al suyo». De este modo, una vez que la sujeto terminó su
confesión, le dije: -Ya sé lo que pensó usted cuando advirtió lo que sucedía en
la habitación de su tío. Seguramente se dijo usted: «Ahora hace con Francisca
lo que quiso hacer conmigo aquella noche y luego las otras veces.» Esto fue lo
que le dio a usted asco, haciéndole recordar la sensación que advirtió al
despertar por la noche y notar el cuerpo de su tío junto al suyo.
-Sí; debió de darme asco
aquello y lo debí de recordar luego.
-Bien. Entonces, dígame
usted exactamente... Ahora es usted ya una mujer y lo sabe todo.
-Sí, ahora ya sí.
-Dígame entonces
exactamente qué parte del cuerpo de su tío fue la que sintió usted junto al
suyo.
La sujeto no da a
esa pregunta una respuesta precisa. Sonríe confusa y como convicta; esto es,
como quien se ve obligada a reconocer que se ha llegado al nódulo real de la
cuestión y no hay ya que volver a hablar de ella. Puede, sin dificultad,
suponerse cuál fue la sensación de contacto que advirtió en la escena nocturna
con su tío, sensación que muy luego aprendió a interpretar. Su expresión parece
decirme también que se da cuenta de que yo he adivinado exactamente, pero evita
ya continuar profundizando en aquel tema. De todos modos, he de agradecer a la
sujeto la facilidad con que se dejó interrogar sobre cosas tan escabrosas,
conducta opuesta a la observada por las honestas damas de mi consulta
ciudadana, para las cuales omnia naturalia turpia sunt. Con esto quedaría
aclarado el caso. Resta únicamente explicar el origen de la alucinación que
retornaba en todos los ataques de la sujeto, haciéndola ver una horrible
cabeza, que le inspiraba miedo. Así, pues, la interrogué sobre este extremo, y
como si nuestro diálogo hubiese ampliado su comprensión, me contestó en seguida.
-Ahora ya lo sé. La
cabeza que veo es la de mi tío, pero no tal y como la vi cuando los sucesos que
le he contado. Cuando, después de sorprenderle con Francisca, comenzaron en
casa los disgustos, mi tío me tomó un odio terrible. Decía que todo lo que
pasaba era por culpa mía y que si no hubiera sido yo tan charlatana no hubiera
pedido su mujer el divorcio. Cuando me veía se pintaba en su rostro una feroz
expresión de cólera y echaba tras de mí, dispuesto a maltratarme. Yo huía a todo
correr y procuraba no encontrarme con él, pero siempre tenía miedo de que me
cogiese por sorpresa. La cara que ahora veo, siempre que me da el ahogo, es la
de mí tío en aquellos días, contraída por la cólera. Estas palabras me
recordaron que el primer síntoma de la histeria, o sea, los vómitos,
desapareció a poco, subsistiendo el ataque de angustia con un nuevo contenido.
Tratábase, pues, de una histeria derivada por reacción (Abreagiert) en gran
parte, circunstancia debida al hecho de haber comunicado poco después la sujeto
a su tía el suceso traumático. -¿Le contó usted también a su tía las demás
escenas con su marido? -Por entonces, no, pero si después, cuando ya se había
planteado la separación. Mi tía dijo entonces: «Todo eso hay que tenerlo en cuenta,
pues si en el pleito de divorcio pone alguna dificultad lo contaremos ante los
tribunales.» No puede tampoco extrañarnos que el símbolo mnémico procediese,
precisamente de esta época ulterior, durante la cual se sucedieron de continuo
en la casa las escenas violentas, retrayéndose del estado de Catalina el
interés de la tía, absorbido totalmente por sus querellas domésticas, pues por
tales circunstancias fue ésta una época de acumulación y retención para la
paciente. Aunque nada he vuelto a saber de Catalina, espero que su conversación
conmigo, en la que desahogó su espíritu tan tempranamente herido en su
sensibilidad sexual, hubo de hacerle algún bien.
Epicrisis
No tendría nada que
objetar a aquellos que en este historial patológico viesen, más que el análisis
de un caso de histeria, la solución del mismo por una afortunada adivinación.
La enferma aceptó como verosímil todo lo que yo interpolé en su relato, pero no
se hallaba en estado de reconocer haberlo vivido realmente. Para ello hubiera
sido necesaria, a mi juicio, la hipnosis. Si aceptamos la exactitud de mi
interpretación e intentamos reducir este caso al esquema de una histeria
adquirida tal y como se nos ha presentado en el de miss Lucy R., podremos
considerar las dos series de sucesos eróticos como factores traumáticos, y la
escena del descubrimiento de la pareja, como un factor auxiliar. Base de esta
equiparación serían las circunstancias de que en dichas series quedó creado un
contenido de conciencia, el cual, hallándose excluido de la actividad mental
del yo, permaneció conservado sin modificación alguna, mientras que en la
escena del descubrimiento hubo una nueva impresión, que impuso la conexión
asociativa de dicho grupo aislado con el yo. Al lado de esta analogía existen
variantes que han de tenerse asimismo en cuenta. La causa del aislamiento no
es, como en el caso de miss Lucy, la voluntad del yo, sino su ignorancia, que
le impide toda elaboración de las experiencias sexuales. Desde este punto de
vista puede considerarse típico el caso de Catalina. En el análisis de toda
histeria basada en traumas histéricos comprobamos que impresiones de la época
presexual, cuyo efecto sobre la niña ha sido nulo, adquieren más tarde, como
recuerdos, poder traumático, cuando la sujeto, adolescente o ya mujer, llega a
la comprensión de la vida sexual.
La disociación de grupos
psíquicos es, por decirlo así, un proceso normal en el desarrollo de los
adolescentes, y no puede parecer extraño que su ulterior incorporación al yo
constituya una ocasión, frecuentemente aprovechada, de perturbaciones
psíquicas. Quiero, además, expresar aquí mis dudas de que la disociación de la
conciencia, por ignorancia, sea realmente distinta de la producida por repulsa
consciente, pues es muy probable que los adolescentes posean conocimientos
sexuales muchos más precisos de lo que en general se cree, e incluso de lo que
ellos mismos suponen. Otras de las variantes que presenta el mecanismo psíquico
de este caso consiste en que la escena del descubrimiento, que hemos calificado
de «auxiliar», puede serlo también de «traumática», pues actúa por su propio
contenido y no tan sólo por despertar el recuerdo de sucesos traumáticos
anteriores. Reúne, de este modo, los caracteres del factor «auxiliar» y los del
«traumático». Pero en esta coincidencia no veo motivo ninguno para abandonar
una diferenciación de concepto, a la que en otros casos corresponde también una
separación temporal. Otra peculiaridad del caso de Catalina, peculiaridad que,
por otra parte, ya nos era conocida, es que la conversión, o sea, la creación
de los fenómenos histéricos, no se desarrolla inmediatamente después del
trauma, sino después de un intervalo de incubación. Charcot daba a este
intervalo el nombre de «época de elaboración psíquica». La angustia que Catalina
padecía en sus ataques era de orden histérico, esto es, constituía una
reproducción de aquella que la oprimía con ocasión de cada uno de los traumas
sexuales. Omito explicar también aquí el proceso, regularmente comprobado por
mí en un gran número de casos, de que la sospecha de relaciones sexuales hace
surgir en sujetos virginales un afecto angustioso.